top of page

Invitación a la pausa


Vivimos inmersos en un mundo acelerado, en constante movimiento, donde quedarse quieto equivale a fracasar, y moverse despacio es sinónimo de quedarse atrás. A cada segundo nos bombardean nuevos productos, noticias, contenidos, tendencias e información que, en el instante siguiente, ya han quedado obsoletos. Todo parece girar en torno a un individuo cuyo valor reside en tener más y no perderse nada. La sumisión a ese consumo desenfrenado convierte lo inmediatamente anterior en desecho, sin apenas dejar rastro del valor que alguna vez le otorgamos. Cuanto más acumulamos, más deseamos; y cuanto más deseamos, más profundo se vuelve el pozo de nuestra insatisfacción.


Podría resultar sencillo culpar al individuo que cae en estas dinámicas, pero eso sería desviar la mirada del problema estructural que lo envuelve. Medios de comunicación y redes sociales alimentan deseos que ellos mismos fabrican, y nos empujan a seguir tendencias que caducan antes de llegar a nosotros. Todo aspecto de la vida se vuelve mercantilizable. Hacer deporte requiere una cuota de gimnasio, ropa de última moda, calzado con promesas de salud, suplementos y un sinfín de productos. El ocio se basa en el gasto: cenas, fiestas, viajes, compras. Trabajamos más horas no solo por necesidad, sino para poder costearnos lo que se supone nos hará felices.


Las sociedades occidentales producimos, consumimos y desperdiciamos como si los recursos fueran infinitos, a costa de países que hemos clasificado como “subdesarrollados” o del “tercer mundo”, de los que extraemos riqueza y donde fabricamos productos baratos, accesibles para todos, pero fruto del trabajo de personas que reciben sueldos miserables por jornadas interminables. Somos las sociedades que más han consumido en la historia, y según la lógica de este sistema, deberíamos ser también las más felices. Nada más lejos de la realidad: quizás hoy tengamos un iPhone, pero muchos no podemos ni soñar con tener una vivienda o formar una familia.


Pintando en un prado, disfrutando de un momento tranquilo en la naturaleza.

Cualquier ideología que cuestione las estructuras de este sistema ha sido relegada a la marginalidad. Las ideas disidentes aparecen dispersas, sin cohesión ni dirección clara, mientras las sociedades se fragmentan y navegan en océanos de información que confunden, saturan y desconectan. Nunca antes habíamos tenido tanto acceso a contenido, y sin embargo, nunca había sido tan difícil encontrar información valiosa. La rapidez nos lleva a preferir el consumo fácil y superficial, en detrimento de aquello que exige tiempo, reflexión, comprensión profunda, esfuerzo mental.


Y nuestro estilo de vida tampoco favorece esa pausa. Jornadas laborales interminables, inestabilidad económica, falta de conciliación, precios inaccesibles… Creando un contexto que dificulta la reflexión, la creatividad o cualquier otra forma de pensamiento profundo. A esto se suma una constante avalancha de estímulos. Resulta mucho más sencillo abrir TikTok o ver una serie en Netflix que enfrentarse a un libro de 400 páginas. Lo mismo ocurre con la creatividad: sabemos que la calma, el aburrimiento y la ociosidad favorecen la conexión de ideas, el pensamiento crítico, la memoria y la imaginación. Pero es difícil acceder a ese estado después de ocho horas de trabajo, tareas domésticas y obligaciones varias, sobre todo cuando llevamos en la mano un dispositivo que no deja de emitir notificaciones ni un segundo. Porque, al fin y al cabo, esa oportunidad la siguen teniendo solo unos pocos.


Vivimos en este sistema que nos enferma, nos empuja a la soledad, nos hace infelices aun y teniendo más cosas que nunca y estando más conectados que nunca. Y romper con esta rueda de velocidad, productividad y estímulos es una tarea muy pesada. Todo a nuestro alrededor está diseñado para que siga girando. Pero, tomar conciencia de esta realidad es quizás un primer paso que a nivel individual considero necesario. Salir del modo automático y preguntarse qué estoy haciendo con mi tiempo y si es esa realmente la vida que quiero. En este contexto, bajar el ritmo, parar se convierte en la semilla de algo más grande.


En medio de este ruido constante, el arte se presenta como una herramienta poderosa de reconexión. Dibujar, pintar, crear con las manos, es a menudo una forma de escapar —aunque sea temporalmente— del ritmo frenético que nos rodea. Sentarse a hacer arte implica detenerse, observar, habitar el presente, y escuchar con honestidad lo que sentimos. En ese acto sencillo pero profundo, nos abrimos a otras sensaciones, a emociones que muchas veces permanecen sepultadas bajo el ruido exterior. El arte nos ofrece un espacio de pausa, de silencio y de expresión auténtica. Nos devuelve a nosotros mismos. Y tal vez, precisamente por eso, también sea una forma de resistencia: una manera de recuperar el tiempo, el cuerpo y el pensamiento en un mundo que constantemente intenta arrebatárnoslos.

Comments


Commenting on this post isn't available anymore. Contact the site owner for more info.

 

Todo el contenido © Ilargi Zabalza 2025. Nada de este sitio puede ser reproducido, editado o utilizado de ninguna forma sin el permiso previo por escrito.

 

bottom of page